La ciudad amanece en estos días, cubierta de humo y niebla. Los noticieros no hablan de otra cosa. No creo que sea la quema de pastizales, ni un fenómeno meteorológico, me cierra más el terrible rumor de quema de animales, hay olor a crematorio, dicen. Por mi parte, deseo que sea el vaticinio del genial Boris Vian.
Aquí, un fragmento del cuento: "El amor es ciego" que se parece peligrosamente a la actualidad porteña...esperemos que tenga otro final... o no.
"El cinco de agosto, a las ocho, la calina cubría la ciudad. Liviana, en absoluto estorbaba la respiración y se presentaba bajo apariencia singularmente opaca...Fue cayendo en capas paralelas. Al principio cabrilleaba a veinticinco centímetros del suelo, y los caminantes no podían verse los pies. Una mujer que vivía en el número 22 de la Rue Saint-Braquemart, dejó caer la llave en el momento de entrar en su casa, y no la podía encontrar. Seis personas, entre las que se contaba un bebé, acudieron en su ayuda. Entretanto, a la segunda capa le dio por caer. Y se pudo encontrar la llave, pero no al bebé....
Los de los barrios altos, creyéndose favorecidos, se burlaban de los de las orillas del río. Mas al cabo de una semana todos estaban reconciliados y podían golpearse del mismo modo contra los respectivos muebles de las respectivas habitaciones. La niebla había llegado por entonces hasta el copete de las edificaciones más elevadas...
Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de trescientas horas...
-Bajo hasta casa de la portera -se dijo- dejándome la bragueta abierta. Así comprobaremos si en realidad hay niebla, o si se trata de mis ojos...Se cruzó con alguien que subía aplastándose contra la pared.
-¿Quién va? -dijo, deteniéndose.
-¡Lerond! -respondió el señor Lerond, el inquilino de enfrente.
-Buenos días -dijo Orvert-. Aquí Latuile.
Al tenderle la mano, encontró cierta cosa rígida que soltó con asombro. Lerond emitió una risita embarazada.
-Perdone -dijo-, pero no se ve nada, y esta neblina es endemoniadamente calurosa.
-Cierto -asintió Orvert.
Pensando en su desabotonada bragueta, se avergonzó de constatar que Lerond había tenido la misma idea que él.
-Bueno, hasta la vista -dijo Lerond.
-Hasta la vista -contestó Latuile, desabrochando solapadamente la hebilla de su cinturón.
Cuando el pantalón le hubo caído sobre los pies, se lo quitó, arrojándolo a continuación por el hueco de la escalera. Y si Lerond se paseaba con su mancebía al aire ¿por qué tenía Orvert que continuar a medio vestir...? O todo o nada. ..optó por caminar junto a las fachadas de las casas para guiarse por el tacto. De repente topó con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapó un grito.
-¡No empuje! -le respondió una voz profunda-. Y apresúrese a separar esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.
Tomó por la primera a la izquierda. Una mujer venía, precisamente, en sentido contrario.
Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.
-Perdón -dijo Orvert.
-La culpa es mía -respondió la mujer-. Usted circulaba por su derecha.
-¿Puedo ayudarla a levantarse? -se ofreció Orvert-. Está usted sola ¿no es así?
-¿Y usted? -preguntó ella a su vez-. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?
-¿Seguro que es usted una mujer? -continuó Orvert.
-Compruébelo usted mismo -le contestó ella.
Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.
-¿Dónde encontrar un lugar tranquilo? -preguntó Orvert.
-En el centro de la calzada -dijo la mujer.
Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.
-La deseo -dijo Orvert.
-Y yo a usted -dijo la mujer-. Mi nombre es...
Orvert la cortó.
-Me da lo mismo -dijo-. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.
-Proceda -le animó la mujer.
Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.
...Al cabo de un tiempo, la radio anunció que los sabios estaban constatando una regresión regular del fenómeno, y que el espesor de la niebla aminoraba de día en día. Muy pronto se encontró una alternativa, pues el genio del hombre nunca deja de sorprender con sus mil facetas. Y cuando la niebla se disipó, según indicaron los aparatos detectores especiales, la vida siguió felizmente su curso pues todos se habían hecho saltar los ojos."
Este cuento forma parte de los relatos del libro "El lobo-hombre" de Boris Vian, editorial Tusquets
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